Desde la aprobación de la Ley General de Sanidad han pasado más de tres décadas. Por eso, se hace necesario releer la ley a la luz del actual contexto sanitario y social así valorar el grado de vigencia de sus mandatos y si cabe o no proyectarlos hacia el futuro.
Hacerlo, además de ser un ejercicio de responsabilidad, nos permitirá aflorar la agenda de asuntos pendientes que inciden en la calidad asistencial. Y, sobre todo, servirá para constatar preocupantes grietas que afectan no solo a la sostenibilidad, sino a la pervivencia de nuestro sistema sanitario.
En efecto, el día a día del Sistema Nacional de Salud nos muestra que algunos de sus principios básicos están en serio declive. Este es el caso de los principios de cohesión territorial y de igualdad de trato a los ciudadanos en el acceso a las prestaciones y servicios.
Entre los factores de erosión del sistema sanitario destaca el enraizamiento de una cultura que pone el foco en la reducción del gasto en aras a una supuesta eficiencia; supuesta porque está concebida al margen de los resultados en salud.
Es frecuente que, con el argumento de ahorrar y preservar la sostenibilidad del sistema sanitario, ciertos gestores no duden en adoptar un amplio y heterogéneo abanico de medidas burocráticas. Pero no es esta una senda acertada, porque para una gestión eficiente lo que haría falta seria eliminar trámites y estructuras ociosas, que no facilitan buenos resultados en salud y que generan el rechazo de pacientes y profesionales.
Cuál sería, pues, la mejor ruta para lograr un sistema sanitario con futuro. A mi juicio, los pilares fundamentales para alcanzar una sostenibilidad autentica son el apoyo a la innovación, una política sociosanitaria sensible al fenómeno del envejecimiento demográfico, apostar por la humanización de la asistencia y por el empoderamiento y participación de los pacientes. Como sustrato de todo ello, habría que potenciar decididamente la prevención de las enfermedades.
Me referiré a los cuatro pilares, dejando para otra ocasión las políticas prevencionistas, solemnemente defendidas en el terreno de las proclamas, pero un tanto relegadas en los hechos.
La innovación en Sanidad (nuevas tecnologías, nuevos medicamentos, nuevas formas de gestión), no solo permiten avanzar en calidad y en resultados en salud, sino también reducir lo que algunos llaman “costes en la sombra”: duración de los procesos, reingresos hospitalarios, prolongación de bajas laborales, etc. Por eso, no tiene sentido echar el cerrojo ante la innovación y considerarla, sin más, como un factor de incremento del gasto.
De otra parte, en cuanto al envejecimiento de la población, hay que decir que no conducen a buen puerto aquellas políticas que viven de espaldas a la evolución del impacto que en la Sanidad tiene, y va a tener, el envejecimiento demográfico.
A modo de muestra, un dato que invita a la reflexión es el crecimiento de la población mayor de 80 años. Hace 15 años esta franja demográfica equivalía al 3,5% de nuestra población. Hoy alcanza el 6%. Hablamos de algo más de dos millones ochocientos mil potenciales pacientes con multipatologías y polimedicación, que necesitan frecuentes cuidados de los servicios sanitarios y sociales.
En cuanto a de humanización en la asistencia, hay que decir que se trata de una necesidad; en absoluto una moda ni menos aún mero buenísimo sanitario. Se trata de promover en la organización y en la práctica clínica valores éticos que permitan dar respuestas válidas ante fenómenos como la soledad y la desorientación de los pacientes.
Hay que poner freno a una organización sanitaria compleja, burocrática y tecnificada, centrada en la eficiencia económica y engreída por sus éxitos. Hay que recuperar la cercanía en la atención y entender mejor el sufrimiento, el dolor y los problemas personales de los pacientes.
En suma, no podemos aceptar resignadamente que el culto a la eficiencia económica y la tecnomedicina den lugar a una Sanidad sin “rostro humano”. Habría, pues, que trabajar y mucho por la rehumanización del sistema sanitario
Por último, no basta con reconocer los derechos individuales del paciente. Habría que incorporar al funcionamiento del sistema sanitario la participación a través del asociacionismo, reconociendo que este es un derecho y no mera benevolencia de los poderes públicos.
Así pues, hay tarea por delante para abordar con éxito el objetivo de la sostenibilidad de nuestro Sistema Sanitario. Porque una Sanidad sostenible demanda algo más que financiación y eficiencia económica.